Era pasada la una mientras abríamos la puerta. Cuando el sol de puro coraje se escurría sobre todo. La una y tres apenas era.

Llegábamos ahí con la seguridad de no hacer nada más que disfrutar de unas cuantas tazas de café. Descafeinado o del que la cafetera del lugar humeara en ese momento; solíamos no hacer reparos por una taza de café. Sólo nos gustaba ver el humillo que desprendía y el olor.

Sin azúcar para mí; con un poco de leche para ambos.

Era muy temprano para salir huyendo, muy tarde para permanecer más tiempo ahí. El sólo fluir de las miradas alrededor, las voces en susurro y en algunas leves exaltaciones nos recordaron que en compañía el café hasta pierde el sabor amargo. Que la leche va con el café hasta cuando ni natural es. Y que el café nunca es amargo, sino uno que en su boca carga con ese sabor.

Mesera con vestido corto. Charola sostenida por arriba de los hombros. Café humeante sin leche. Servilleta maculada con alguna figura posible. Flashes imperceptibles. Pies bailarines. Ventanas cegadoras.

Eran casi las 5 en punto cuando, después de esa llamada, sin decirlo, con sólo una mirada, dejamos el lugar. Faltaba poco para las cinco de la tarde.