Pintura fresca



Me posiciono en la parte más alta de una resbaladilla en un parque desolado. Es una tarde de nubes negras encrespadas. Para darle una buena recibida al clima bondadoso, unos shorts azul rey me parecen perfectos. 

Nadie me voltea a ver ni necesito su atención: soy el rey del mundo a punto de bajar a toda velocidad de la cima. 

La piel de mis piernas desnudas se desliza sin problema sobre el metal; creo que va a ser un descenso inolvidable. Con ambas manos sujeto los tubos oxidados que marcan la línea de despegue. Suelto la baranda abriendo rápidamente las manos, seguido de un movimiento muy leve de mis hombros hacia el frente. No consigo gritar, sólo levanto los brazos y veo hacia el cielo. 

Y en ese momento, a toda velocidad en descenso, es cuando esta historia comienza. Justo a la mitad de la resbaladilla un desperfecto imperceptible sobresale en la plancha metálica: un triángulo de dos, quizá tres centímetros es el único recuerdo que queda de lo ocurrido la noche anterior cuando aquel borracho estrelló una piedra afilada contra la resbaladilla hasta acallar a sus fantasmas.

Al llegar a la parte baja vuelvo a asir la baranda y permanezco sentado. La tarde se siente más cálida y una sensación de emoción me recorre el cuerpo.