¿Cómo saber cuándo el pasado se nos aparecerá en los lugares menos pensados?
No hay ni la más mínima antelación del acto, llamada premeditación y hasta cierto punto alevosía en ese sutil juego del destino al que curiosamente designamos como casualidad.
Ahí me encontraba yo, un día cualquiera, con los cuarentitantos grados celsiusanos escurriéndose por mi frente. Llegué a una tienda comercial, donde habría de comprar algo poco indispensable, nada necesario. Sólo porque se trataba de un encargo debía llegar al lugar. La mujer del mostrador me observó con detenimiento, como si ella hubiese creído que el encuentro dentro de ese lugar se llevaría del todo mi recuerdo de su mirada penetrante.
Detrás de ella se encontraba el cuadro de honor de los empleados, recinto sagrado a donde sólo se llega con la más alta de las dedicaciones laborales, los más desgastantes de los sacrificios, las más perentorias de las penas. Sólo eché un vistazo a la pared, mientras la empleada terminaba de cobrarle al compa de enfrente. Tal vez no quise reconocer rostros ni miradas, pero sé que desde ese momento me comencé a engañar, él, tu hermano, de quien conocía por interminables pláticas tuyas su vida entera en santo y seña, aparecía entre los empleados. Él no me conocía, hasta ahora.
Mientras caminaba por los pasillos, observando todos esos nuevos e lujosos implementos y accesorios inútiles -casi todos- para laptop, en una nueva moda para chicos metroflogueros que desean subir su foto desde uips.
Caminaba, en busca de aquello que me había llevado hasta ahí. Hace tiempo me rehusaba a entrar a tiendas departamentales para evadir esas miradas de los guardias de seguridad, esa sombra que te sigue entre pasillos, esperando tu error, tu hurto. Nunca me cacharon -porque no era mi cometido en las tiendas- pero siempre odié esa persecución. Ahora me he vuelto más desvergonzado y entro a las tiendas a dar vueltas, para que aquellos guiados por el prejuicio, trabajen más vigilando, temiendo, mirando. Ya no me importa si me siguen.
LLegué hasta el final del pasillo, justo en la sección que buscaba. Comencé a mover entre las cientas de stuffs que ahí había sin acomodar o post arrebato de última hora. Tenía tan sólo segundos ahí cuando esa presencia, la que uno conoce como cercana, familiar, se aproximó. Era él, estaba seguro.
No quise verlo, tal vez por el temor de reconocerte en sus ojos, en sus palabras, pero ¿qué putas iba a hacer si la única persona que me podía ayudar se trataba de él? Decidido y con la confianza de mi anonimato volteé a la izquierda y le pregunté dónde estaban los X más baratos*. Volteó y tenía tus ojos, tus mismos tan insondables ojos. -Por acá-, me dijo y me llevó a otro pasillo. Extrañamente sólo me vio directamente ese primer segundo, después me rehuyó la mirada, cabizbajo; debe ser algo de familia.
Como me llevó a la zona de los X caros, sólo pude decir gracias y quedarme un momento observando los X; después me dirigí de nuevo hacia los pasillos, en la busca de lo mismo.
Encontré lo que buscaba. Estando en la caja, a punto de pagar pude observar de nuevo las fotografías de los empleados. Ahora sí las observé y segurísimo estoy: se trataba de él. Él, quien me vio como cualquier otro comprador, como cualquier otro; y yo que lo vi como aquél, a quien me presentaste en tus anécdotas de niñez, entre aquellos diálogos de miel.
Ahora creo que la vida misma hace que las promesas -cuando fueron hechas con sinceridad- se cumplan. ¿La recuerdas?: -Ya los conocerás, en su momento.
* tiene una manía por los X baratos… a.k.a caciqui
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Jugar con este anonimato sería una buena puntada; al menos lo hice in abstracto.